La foto robada que hizo historia
Por Héctor Horacio D'Amico | LA NACION
16.25:
el casco estaba inclinado a 20° y sumergido 7 metros. A causa del
viento, las balsas tenían dificultades para
separarse. Foto: Gentileza Asociación Amigos del Crucero General
Belgrano
Un enorme animal prehistórico agonizante y silencioso, ése era
el aspecto del crucero General Belgrano en aquellas fotos borrosas tomadas
momentos antes de que se fuera a pique. Cuando las proyectaron, nuestra
reacción fue la sorpresa y el silencio. Nadie sabía que esas imágenes existían.
Ni quién las había tomado. Las vimos por primera vez la tarde del 8 de mayo de
1982, en la antigua redacción del diario The New York Times, a pasos de Times
Square. Seis días antes, dos torpedos disparados por el submarino británico
Conqueror habían condenado al Belgrano a su último destino, un valle montañoso
en el oscuro abismo marino que se extiende más allá de la plataforma
continental, a cuatro mil metros de profundidad.
El azar y la generosidad de un colega norteamericano me permitieron estar
ese día en la redacción del Times y ser testigo de una de las trágicas
primicias de la Guerra
de Malvinas: la foto de la catástrofe que más vidas costó en el conflicto. Al
día siguiente, la imagen del barco, escorado a babor, con la proa amputada por
el primer torpedo, los cañones inútiles apuntando al cielo, convertido en el
ataúd de centenares de marinos, fue la noticia dominante en los periódicos y
las pantallas de todo el mundo, y quedó para siempre como una cicatriz en la
memoria de los argentinos.
Un diálogo al pasar, mientras se diseñaba la portada histórica, fue la
primera señal de que algo no encajaba en aquellas fotos. Todo indicaba que eran
auténticas, pero no había manera de confirmarlo, ni con quién. Mostrar en medio
de una guerra inconclusa el documento de un ataque que había costado 323 vidas
resultaba demoledor para el gobierno militar, para quienes todavía combatían en
las islas y para millones de argentinos esperanzados con la causa de Malvinas.
La decisión final del diario fue que la foto llevara sólo el crédito de Gamma,
la agencia que la había vendido. Pero no habría mención alguna del fotógrafo.
Vista en perspectiva, resultó una medida premonitoria: cuando las rotativas
empezaron a imprimir la edición del domingo 9 de mayo, ya circulaba en la
redacción el rumor de que las fotos habían sido obtenidas mediante el pago de
un soborno de varios miles de dólares. El rumor mencionaba a un oficial de la Armada como el supuesto
destinatario del dinero. En las antípodas de las trincheras, un nuevo escándalo
se ponía en marcha.
Llamé a Buenos Aires para alertar al director de la revista Siete Días ,
de la cual era corresponsal, y su respuesta me recordó de inmediato el clima de
temor, censura y paranoia extendida en que se ejercía el periodismo bajo el
gobierno militar, situación que se había agudizado con el conflicto. Escuchó la
historia y pidió dos o tres precisiones sobre la foto del Belgrano. Después
lanzó la pregunta: "¿Vos también vas a colaborar con el servicio de
inteligencia inglés?." Era el típico caso de argumentación precoz: la
noticia no podía ser otra cosa que una operación del enemigo, un montaje con el
que la prensa norteamericana hacía su aporte a la Task Force. El origen
espurio de las fotos era, según él, la confirmación de que se trataba de un
caso de fotos fraguadas. Fin de la conversación.
Las tres llamadas que recibí más tarde fueron, en ese orden, de la Secretaría de
Información Pública de la
Presidencia, de la Misión Argentina
ante las Naciones Unidas y de la embajada en Washington. Las consultas, que
parecían calcadas, revelaban el nerviosismo del gobierno por el impacto que
tendría la noticia, pero también exponían una enorme ingenuidad. ¿Existe alguna
posibilidad de que The New York Times acepte postergar la publicación de esas
fotos?
LA HERMANDAD DEL MAR
El teniente de fragata Martín Sgut sintió rabia al ver las fotos del
Belgrano en la tapa de La
Nacion. En realidad, era rabia y humillación lo que sentía.
Eso fue lo que le confesó a su familia.
El 2 de mayo, a las 16.01, cuando el primer torpedo del submarino Conqueror
impactó en el crucero y arrancó de la estructura del barco más de quince metros
de proa, el teniente Sgut subió como pudo hasta la cubierta, entre el humo, las
explosiones y los gritos. La cubierta parecía un campo de batalla por el que
deambulaban sin rumbo los heridos. En el momento en que escuchó la orden de
abandonar el barco, Sgut reconoció entre los caídos al cabo Escobar, que yacía
inmóvil, con quemaduras graves. Bajó entonces otra vez a la cabina, se puso un
anorak y tomó una manta para abrigar a Escobar.
Sgut quedó al mando de una balsa salvavidas ocupada por cinco hombres
moribundos y otros seis con golpes menores y quemaduras. Acomodó a su lado a
Escobar para evitar que se durmiera y, al hacerlo, sintió el bulto de la cámara
de 35 milímetros
en uno de los bolsillos. El peso de Escobar le impedía moverse, pero alzó la
cámara como pudo y tomó las primeras fotos del crucero. Observó como, a unas 150 yardas de distancia,
el barco se balanceaba sobre las olas enormes y oscuras mientras seguía
escorándose entre las balsas de color naranja. Sgut alcanzó a ver cómo algunas
de las balsas, empujadas por el viento, se estrellaban contra las planchas de
acero del Belgrano y se desgarraban.
Volvió a tomar la cámara y esta vez alcanzó a distinguir en el visor la
pequeña silueta de dos hombres de pie sobre la cubierta. Días más tarde, al ser
rescatado, supo que se trataba del comandante del Belgrano, el capitán de navío
Héctor Bonzo, y de un suboficial de apellido Barrionuevo. El suboficial había
recibido una orden extraña: saltar al mar con Bonzo si éste se resistía a
abandonar el barco. No fue necesario. Cristina, la esposa de Sgut, recuerda,
aún hoy, las palabras exactas con las que su esposo describió la escena:
"Bonzo fue el último, se zambulló de palomita".
El Belgrano se hundió a las cinco de la tarde, una hora después de ser
alcanzado por los torpedos. La larga noche de espera sobre las balsas, para
muchos, no fue otra cosa que una forma diferente de encontrar la muerte. El
teniente Sgut ejerció el mando en la balsa con el rigor que imponían las
circunstancias. A falta de morfina, se propuso aliviar al cabo Escobar
haciéndole ingerir una pasta que improvisó moliendo los analgésicos que había
en la balsa. Pero fue inútil. Escobar dejó de respirar a la madrugada. También
ordenó a sus hombres orinar sobre las cantimploras para poder descongelar el
agua potable. Cada tanto, estiraba la pierna y golpeaba con la bota al
conscripto Chaparro para que no se durmiera. En medio de la oscuridad, cuando
la fuerza de las olas empezó a desgarrar las balsas, golpeándolas y
encimándolas unas contra otras, tomó la decisión más difícil: cortó las cuerdas
que las mantenían unidas y las liberó a su suerte.
Al desembarcar en el puerto de Ushuaia junto con otros sobrevivientes, Sgut
tanteó en el bolsillo del anorak para saber si la cámara seguía allí. Estaba
sana y al parecer, seca. Era un modesto milagro después de la odisea en la
balsa en uno de los mares más hostiles del mundo. No se separó de ella hasta
llegar a la base naval de Puerto Belgrano, donde se la entregó en mano a su
superior, el comandante Héctor Bonzo. El teniente Sgut no sabía, no podía
saberlo, cómo las imágenes que había tomado le cambiarían la vida para siempre.
El comandante Bonzo pidió revelar el rollo en la mayor confidencialidad y lo
dejó en custodia de técnicos del Servicio de Inteligencia Naval. Se trataba,
después de todo, de material sensible tanto en el plano militar como en el de
la acción psicológica.
La primicia de The New York Times, seis días después del hundimiento del
Belgrano, había disparado toda clase de recriminaciones dentro de la Armada. La Junta de
Comandantes pidió que se investigara el episodio como lo que era, la violación
de un secreto militar y una burla a las Fuerzas Armadas.
El orgullo herido del teniente y la falta de una respuesta oficial lo
impulsaron a hacer su propia pesquisa. Contrató un estudio de abogados en Nueva
York, en 1984, e inició acciones legales por 2.750.000 dólares contra The New
York Times, Newsweek, Associated Press y la agencia Gamma-Liasson. Un año
antes, The Best of Photojournalism, uno de los referentes mundiales de la
fotografía periodística, había dedicado las dos primeras páginas del catálogo a
la foto del Belgrano. El crédito de la foto era una sola palabra: anonymous.
Al ser interrogado por el juez, en una corte de Nueva York, el teniente
aclaró que había cumplido con el deber moral al entregar el rollo a sus
superiores, pero se había sentido burlado al reconocer sus fotos en los diarios
argentinos. "Hice las tomas con una cámara de aficionado y son el único
documento que tenemos del hundimiento. Mis superiores me devolvieron los
negativos, es cierto, pero nunca aceptaron hablar de lo sucedido", le
explicó al juez.
En su declaración, afirmó que no tenía ningún interés económico en las
fotos. El juez debe de haberle creído. Falló a su favor, pero por una suma de
20.000 dólares y le reconoció sus derechos como autor de las fotos. Cristina,
la esposa, recuerda muy bien qué pasó con el dinero. "Diez mil dólares
fueron para los abogados, tres mil para gastos y con los siete mil restantes
compramos un Taunus de segunda mano", dice. Desde el juicio, todo lo que
se recauda por los derechos de publicación de las fotos es donado por la
familia a la Asociación
de Amigos del Crucero General Belgrano".
La Armada,
sacudida por el escándalo en pleno conflicto bélico, ordenó investigar el affaire
hasta dar con el responsable. El capitán de corbeta José Garimaldi fue
juzgado, encontrado culpable y dado de baja por haber duplicado los negativos
de las fotos y haberlos vendido sin autorización. Murió en 1994.
El capitán de fragata Martín F. Sgut falleció el 4
de enero de 2010. Fue, obligado por las circunstancias, tal vez el mejor
corresponsal de guerra que haya tenido la marina en sus filas...

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