El capitán pensó en Napoleón. Apenas un fogonazo
en la memoria que barrió para no distraerse. Sostuvo en su puño el
sable envainado, giró sobre su montura medio cuerpo y se alzó levemente
sobre los estribos para ver más atrás y más lejos: veinte hombres a
caballo y cuarenta a pie lo seguían en la oscuridad.
Solo se oían
los cascos y el tintineo de los metales, sombras detrás de sombras en
medio de la nada. Caballería de Borbón y Húsares de Olivenza, y una
infantería de apoyo surgida de su propio regimiento, los Voluntarios del
Campo Mayor.
El capitán vestía el uniforme de «El Incansable»:
una casaca verde, con su forro y bocamangas encarnados, botones y
entorchados de plata, chaleco y calzón blancos, y un sombrero de dos
picos con penacho rojo sobre la escarapela.
En aquella madrugada
del 23 de junio de 1808 tenía treinta años y una misión de sangre: tomar
contacto con la avanzada de las tropas francesas y destrozarlas. Eran
la vanguardia de la vanguardia, el ariete mismo del Ejército de
Andalucía, y no podían hacer otra cosa que seguir adelante y
encomendarse a la Inmaculada Concepción.
Giró de nuevo sobre su
caballo y avanzó mirando al frente, hacia la espesura, por el camino del
arrecife, a través de campos de olivares y sierras, imaginando que
detrás se escondían los treinta mil franceses que venían arrasando
pueblos, saqueando casas, degollando niños y violando mujeres.
Qué
triste ironía. El capitán había combatido junto a esos hombres en otros
tiempos, simpatizaba con su revolución de luces y admiraba el genio
militar de Napoleón Bonaparte. Había estado a punto de ser linchado en
Cádiz a manos españolas por esas simpatías. Pero los franceses habían
invadido España, vejado sus tradiciones y usurpado el trono, y aunque el
capitán había nacido en América aún se sentía parte de aquella patria
descompuesta.
Ahora sí pensó un rato en Napoleón. Once años atrás
el capitán no era capitán sino teniente de caballería, y navegaba
peligrosas aguas a bordo de la fragata Santa Dorotea. España era todavía
aliada de Francia y el barco estaba fondeado en Tolón mientras la
impresionante escuadra francesa ultimaba los preparativos para la
campaña de Egipto. Hubo una fiesta de honor para la oficialidad
española, y Bonaparte se abrió paso entre muchos y clavó la mirada en el
teniente español. Fueron unos segundos mágicos y desconcertantes, que
nadie pudo comprender, y entonces el futuro emperador dio un paso más y
tomó un botón de la casaca blanca y celeste, y leyó el nombre de Murcia.
El teniente le sostuvo la mirada, y Napoleón sonrió de manera
enigmática como si entendiera con el instinto algo que no podía
pronunciarse. Tal vez solo se trataba de un vago presentimiento.
No
era de vanagloriarse, aunque el capitán de «El Incansable» había
contado algunas veces ese breve encuentro con una mezcla de orgullo y
escalofríos. Mirando las tinieblas de la noche cerrada casi podía
imaginar que esos ojos célebres y penetrantes seguían observándolo
detrás de la serranía.
El avance de la columna era lento y grave:
los jinetes no podían superar el ritmo pesado de la infantería y había
que marchar ensimismado pero despierto, con las armas listas. El capitán
se dio cuenta de que aún sostenía el sable envainado con la mano
izquierda, como si fuera a caérsele al piso. Lo soltó para que pendiera y
se pasó una mano por la frente. Faltaba poco para clarear, lo sentía en
las tripas.
Después de tantos años de guerra y cuartel podía
reconocer el advenimiento de la alborada con solo ver la insinuación de
un destello. Ya eran casi las cinco, hora de probar suerte. Tiró de las
riendas y se apartó de la fila, pegó tres gritos roncos y secos y dos
húsares se despegaron del grupo y clavaron espuelas. Eran dos soldados
cetrinos y ágiles. Salieron al galope con la orden de adelantarse y
explorar el terreno, y su jefe los vio desaparecer por el mojón.
El
capitán no dijo una palabra, volvió al trote a la cabeza de la fila y
retomó el paso preparando la paciencia para un largo rato. Pero los
húsares lo sorprendieron volviendo a la carrera y frenando con
vehemencia. ¡Caballería enemiga se escapa por el arrecife!, gritó el
mayor, que se llamaba Juan de Dios y que era nadie. El capitán le habló
con voz clara esta vez. Le ordenó que regresara a Aldea del Río, sobre
el Guadalquivir, donde su jefe estaba acantonado, y que volviera con las
instrucciones. Se salía de la vaina por atacar y su tropa esperaba
ansiosa y angustiada, pero la ida y vuelta del correo los mantuvo media
hora en ascuas.
Al fin Juan de Dios reapareció con la noticia de
que la misión era atacar a los gabachos y meterles bala y acero. El
capitán montaba un caballo de cinco años, negro y con la crin y la cola
recortadas, y llevaba fundas de arzón con dos pistolas. Rozó
irreflexivamente las culatas con la vista perdida, y después levantó la
cara, acarició los belfos de su montura y ordenó marcha ligera. La
tropa, que le seguía cada uno de los gestos, hizo ruido de armas,
campanilleos de espuelas y espadas, y crujir de fusiles y correajes.
La
columna cobró movimiento y se lanzó al ruedo. A razonable distancia del
arroyo Salado, hacia la zona de los Amarguillos, el pelotón se detuvo y
un oficial le pasó un catalejo.
Dos jinetes de la avanzada francesa cruzaban el arroyo y se perdían en la vegetación.
Estaban
muy lejos como para darles alcance. El capitán era un hombre frío pero
estaba muy caliente. A punto estuvo de lanzar, con ira, el catalejo al
piso. A cambio de eso, llamó a los gritos a los dos guías arjonillenses y
les explicó someramente la situación. Decidme cómo diantres les damos
alcance a esos mosiús de la gran puta, dijo de corrido, torciendo la
boca. Hay una trocha, mi capitán, le respondió uno de ellos. Había
efectivamente un atajo imperceptible entre los olivares que serpenteaba
hasta las faldas de una colina cercana y que salía a las casas de postas
de Santa Cecilia.
La caballería, seguida a la carrera por los
infantes, se metió por esos senderos invisibles y llegó a destino cuando
ya el sol se alzaba nítidamente en un cielo sin nubes. Desde esa
posición no era necesario utilizar ningún catalejo. Se veía con toda
claridad una línea entera de jinetes imperiales que, confiados en su
amplia superioridad, esperaban a los españoles para hacerlos trizas. En
esa situación, solo un demente se atrevería a darles batalla.
Fue
entonces cuando el capitán José de San Martín, oriundo de Yapeyú,
extrajo su espada y, para estremecimiento de todos, gritó
acompasadamente a sus húsares: ¡En línea! ¡Sables!¡A la carga!

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión siempre es bienvenida